Nuestro modelo fiscal es estable, pero cuenta con deficiencias y retos que hace falta abordar.
Nunca está de más reflexionar sobre el sistema tributario. La problemática tributaria no descansa y, en todo momento y lugar, se debate sobre impuestos y cómo estos afectan a cada uno de los sectores, colectivos, empresas, que conforman el entramado económico. Veamos.
En los últimos años, desde el organismo que presido se ha propiciado la reflexión sobre determinados aspectos de nuestro sistema tributario con la publicación de sucesivos informes que se han ido ocupando de temas tan controvertidos y candentes como el de la fiscalidad autonómica, la local, el fraude fiscal y la economía sumergida, el impuesto sobre sociedades y su futuro…, en la idea de reflexionar al respecto de aquellas cuestiones que se pueden pulir o mejorar para que nuestro sistema tributario sea lo más estable posible, equitativo y justo, y recaude lo necesario para atender las crecientes necesidades de los distintos estamentos que conforman nuestra Administración. Nada es fácil, y menos contentar las distintas sensibilidades tributarias que se reivindican aquí y allá, que presionan por activa o por pasiva y que no dejan de demostrar su poderío.
En esos informes se han puesto en evidencia las características más reseñables de nuestro sistema tributario, las cuales, desde mi punto de vista, serían las siguientes:
En cuanto a la primera, destacaría la estabilidad de las figuras tributarias que lo configuran y la gran recaudación que reportan algunas de ellas. Desde la reforma de Fernández Ordóñez, los distintos tributos que pagan los contribuyentes españoles no han variado sustancialmente, a excepción del IVA, que se introdujo en el año 1986 y supuso un cambio sustancial en la tributación indirecta. En este sentido, el tributo más importante sigue siendo el impuesto sobre la renta de la personas físicas –se presentan, aproximadamente, 19 millones y medio de declaraciones y recauda 77.000 millones de euros–, impuesto que, por cierto, ya ha sufrido repetidas reformas, con la publicación de varias leyes, alguna de las cuales fue puesta en evidencia por el Tribunal Constitucional –recuerden el cambio tan sustancial de tributar por los ingresos de la unidad familiar, a optar por la tributación conjunta o separada de los miembros de esa unidad familiar–.
En segundo lugar estaría el impuesto sobre el valor añadido, que recauda 63.000 millones de euros y se consolida como uno de los impuestos fundamentales de nuestro sistema tributario. En tercer lugar, y a mucha distancia de estos, estarían los demás impuestos, resaltando que el impuesto sobre sociedades, que está recaudando unos 23.000 millones, es decir, un 2,3% de nuestro PIB, pierde importancia en el sistema, y no se espera en el corto plazo que incremente su recaudación. La razón estaría, entre otras, por la crisis sufrida estos años y por la internacionalización de nuestras empresas que obtienen dividendos exentos en España; sin olvidar que la recaudación de este impuesto está a la par con la de los países de nuestro entorno. Y en cuarto lugar, parejo al Impuesto sobre Sociedades están los Impuestos Especiales que recaudan unos 20.000 millones.
La segunda característica sería la nueva organización administrativa española, que ha dado lugar a tres Administraciones tributarias, fruto de las ansias descentralizadoras: la del Estado, la de las autonomías y la de las corporaciones locales. Esta nueva organización administrativa está provocando ciertas distorsiones impositivas, por la tributación dispar que se da en algunos impuestos bajo la influencia de las Comunidades Autónomas o Forales –véase el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones–, o de los distintos Ayuntamientos de España, que se entiende se debería corregir en una futura reforma de nuestro sistema tributario.
La tercera característica sería el creciente control que las distintas Administraciones Tributarias, en especial la AEAT, ejercen sobre los contribuyentes, gracias a la gran evolución técnica de las mismas y a su capacidad de captación, procesamiento y contraste de las operaciones realizadas por los contribuyentes; como ejemplo más palmario tendríamos el Suministro Inmediato de Información del IVA (SII), con el que la AEAT tiene el control de las transacciones de las empresas casi en tiempo real. Esta evolución técnica y su capacidad de procesamiento puede suponer, en el corto plazo, que pasemos de las autoliquidaciones presentadas por los contribuyentes, a las liquidaciones emitidas por la propia Administración a las que los sujetos pasivos tendrán que dar conformidad, o no, como ya se hace con el IRPF; parece que se vislumbra un nuevo modelo de relaciones entre la Administración y los administrados. Una evolución técnica, por otro lado, imparable y que ha inducido una gran productividad al resto de estamentos y empresas.
La cuarta característica vendría impuesta por la necesidad de modificar continuamente el sistema tributario como consecuencia de la inevitable y rápida evolución económica: las nuevas formas de producir, de vender, de consumir, de relacionarse, de pagar; planteamiento éste que tendría que ir en consonancia con la cooperación con otros países para repartirse la tributación proveniente de estos nuevos mercados y sus transacciones. O de indagar en una nueva tributación, la medioambiental, que algunas CCAA ya están implementando, aunque no con mucho éxito, todo sea dicho.
Y por último, una cuestión que desde el Consejo General de Economistas solemos recalcar y es que no todos los problemas de un país se resuelven con los impuestos –véase, por ejemplo, el debate sobre la financiación de las pensiones–. La sociedad ha de ser consciente de que la productividad, ganar mercados, o ser competitivos, es fundamental para mantenerse en los puestos altos de la clasificación de los países desarrollados y modernos, para mantener un alto nivel de bienestar. Esos objetivos son, por lo tanto, básicos; lo demás es casi secundario.
El futuro ya está aquí, habrá que gravarlo como se merece. Tendremos que pensar cómo.